La sala era fría, demasiado fría.
Las paredes blancas reflejaban la luz estéril de las lámparas, y el aire olía a desinfectante y metal.
Allí, en medio de ese espacio impersonal, Sandy Blanco fue conducida por dos guardias vestidos de negro.
El eco de sus tacones resonaba en el piso de mármol, cada paso más pesado que el anterior.
No entendía por qué la habían citado, solo sabía que alguien le había pedido asistir a una “reunión importante”. Pero en cuanto vio las puertas cerrarse tras de sí, comprendió que no era una reunión… era una emboscada.
La hicieron sentarse en una silla metálica, frente a una mesa vacía. El silencio era opresivo.
Sandy apretó los dedos sobre su regazo para ocultar el temblor, pero no podía controlar los espasmos de miedo que recorrían su cuerpo. Sentía que su respiración se aceleraba. Algo estaba mal. Muy mal.
De pronto, una puerta lateral se abrió. Un hombre con bata blanca entró, llevando una bandeja de instrumentos médicos. Sin decir palabra, se acercó y l