Hernando Montalbán esperaba en su oficina con una paciencia que ya empezaba a deshilacharse.
Cada minuto que pasaba, su rostro se endurecía un poco más, sus manos se crispaban sobre el escritorio de caoba, y su mente se llenaba de imágenes de Maryam, ignorando su llamado, desafiando su autoridad, desafiando su corazón.
La rabia burbujeaba bajo su piel, un fuego lento que amenazaba con estallar en cualquier momento.
—¡¿Por qué no llama?! —rugió finalmente, su voz resonando como un trueno en la espaciosa oficina—. ¿Acaso no recibió el mensaje? —Su mirada fulminaba a Rizard, que estaba parado a un lado, visiblemente nervioso, frotándose el rostro como si pudiera borrar con sus manos la tensión que emanaba del patrón.
Rizard tragó saliva y torció el gesto.
Sabía que Hernando no toleraba demoras ni excusas. La presión era casi insoportable.
Cada tic-tac del reloj era como un martillo golpeando la paciencia de Hernando, y su ira amenazaba con desbordarse.
—¡Traigan a mi esposa! —gritó de re