Manuel no podía apartar la mirada de aquella mujer.
Sus palabras lo atravesaban como dagas invisibles, abriéndole heridas que ni siquiera sabía que tenía.
Intentó recordar, desesperado, revolviendo en su memoria aquella noche que ella mencionaba… pero no, ¡no podía ser ella! No era así como la recordaba.
No era así como habían ocurrido las cosas —o al menos, como él creía haberlas vivido.
El aire se volvió pesado, casi irrespirable.
Las copas en las manos de los invitados incrédulos, incapaces de asimilar el escándalo.
La abuela Milena fue la primera en reaccionar.
Su rostro, normalmente sereno y altivo, se transformó en una máscara de furia contenida.
—¡Mujer detestable! —bramó, golpeando la mesa con ambas manos—. ¿Cómo te atreves a difamar a mi nieto de esa forma? ¡Vete ahora mismo! ¡Saquen a esta loca de aquí!
Pero antes de que los guardias pudieran moverse, una voz resonó en la sala, rompiendo lo poco que quedaba de cordura.
—¡Ella no miente, suegra! —dijo Pedro, con una firmez