El silencio en ese instante era tan denso que parecía que el aire se había detenido.
Fiona y Aurora miraban al hombre frente a ellas, con los ojos muy abiertos, paralizadas por el miedo.
Braulio de Icaza, con su porte impecable y su expresión gélida, se dio la vuelta con intención de marcharse.
Pero Fiona, desesperada, dio un paso al frente y le tomó del brazo con fuerza.
—¡Por favor, por favor, no lo digas! —suplicó, su voz quebrada por el llanto.
Braulio se detuvo en seco.
Giró apenas el rostro, y en su mirada se encendió una chispa de furia.
—¡Suéltame! —rugió—. ¿Cómo te atreves a querer engañarme?
Fiona lo soltó al instante, temblando.
Aurora, que hasta ese momento había permanecido inmóvil, dio un paso al frente, interponiéndose entre ambos.
—¡Basta ya! —exclamó con valentía—. Ella no te ha engañado, Braulio. Esto solo era un matrimonio arreglado, y lo sabes.
El hombre la miró con rabia contenida, su mandíbula tensa, los ojos oscuros y fríos.
—Tal vez —dijo al fin, con una sonrisa