Maryam comía la cena con entusiasmo. Cada bocado era una mezcla de placer y alivio. El tenedor iba y venía con una velocidad que asustaría a cualquier nutricionista.
—He comido mucho —murmuró finalmente, llevándose las manos al vientre con un suspiro satisfecho.
Hernando la observaba desde el otro extremo de la mesa, cruzado de brazos, con el ceño fruncido.
—¿Tienes náuseas? —preguntó con voz calma.
—No, estoy bien —replicó ella, rodando los ojos—. ¡Es tu culpa, Hernando! Quieres engordarme para que no tenga un nuevo novio luego del divorcio.
Él parpadeó, incrédulo.
—¿Nuevo novio? —repitió, con la voz elevándose como un trueno—. ¡Maryam, por el amor de Dios!
Por un segundo, su gesto se endureció, los músculos de su mandíbula se tensaron… pero respiró hondo, recordando las palabras del doctor y de ese segundo libro absurdo que le había regalado Rizard: “Padre primerizo: cómo no arruinarle el embarazo a tu esposa.”
«Por el bebé debo calmarme», pensó, apretando los labios.
—Maryam —dijo a