Fiona y Aaron llegaron al hospital como dos náufragos que finalmente alcanzan la orilla: exhaustos, con temblor en la voz y la esperanza hecha un hilo fino entre las manos.
En la sala de espera, el mundo parecía haber quedado en pausa; nadie decía nada, pero los latidos de sus corazones eran una orquesta descompasada.
Aaron apretó la mano de Fiona con una fuerza protectora, como si pudiera transmitirle la calma que él mismo buscaba.
En la consulta, la ginecóloga les recibió.
En pocos minutos los prepararon para el ultrasonido.
La pantalla se llenó de blanco y grises, formas que para cualquiera serían solo manchas; para ellos, sin embargo, era la primera imagen de una vida.
Ambos se inclinaron sobre la pantalla, tomados de la mano, el silencio como una súplica.
Entonces lo vieron: una silueta diminuta y perfecta, apenas el tamaño de un arándano, y un latido pequeño, pero firme que llenó la sala de una música nueva.
Fiona no pudo contenerse: las lágrimas brotaron sin aviso, cayendo calie