Los meses avanzaron, pronto llegó el día de parto de Fiona.
Fiona respiraba entrecortado. El sudor resbalaba por su frente y su cabello se le pegaba a las sienes mientras las contracciones la atravesaban como olas fuertes que no daban tregua. Estaba agotada, pero no iba a rendirse. A su lado, Aaron sostenía su mano con tanta fuerza que sus propios dedos estaban temblando.
—Fiona, mírame —le dijo él, con la voz quebrada por la emoción y el miedo—. Ya casi, mi amor. Eres fuerte. Lo estás haciendo increíble.
Ella apretó los dientes, inspiró profundo y volvió a pujar con toda la fuerza que tenía. La habitación estaba llena de voces rápidas, pasos que iban y venían, el aroma a desinfectante y la luz brillante de los reflectores sobre la camilla. Pero Fiona solo podía escuchar el sonido del corazón de su bebé en la máquina, latiendo con firmeza. Ese sonido le daba fuerza… y por eso seguía luchando.
—Muy bien, Fiona —dijo la doctora con tono profesional pero cálido—. Una vez más. Ya viene, es