El pasillo del hospital olía a desinfectante y miedo. Las luces frías parecían burlarse del dolor humano, iluminando con crueldad cada rostro desencajado.
Cuando el doctor apareció, acompañado del neurólogo, Ilse se levantó de golpe, con el corazón palpitando como si fuera a escaparse de su pecho.
—¿Cómo está mi hijo, doctor? —preguntó con la voz quebrada, las manos temblorosas.
El médico respiró hondo, bajó la mirada y habló con un tono sereno, casi clínico, pero que sonó como una sentencia.
—Su hijo está estable… sin embargo, debemos ser sinceros. Hay una lesión en la zona occipital del cerebro que está impidiendo la visión. El daño o la inflamación en esa parte —el lóbulo occipital— ha provocado una pérdida de la función visual. Lo llamamos ceguera cortical.
Ilse frunció el ceño, tratando de comprender entre lágrimas.
—¿Entonces no puede ver… por culpa del cerebro?
—Exacto —continuó el neurólogo—. No es un problema en los ojos, sino en la zona que interpreta lo que ellos ven. Puede