El silencio dentro del automóvil era tan denso que parecía una cuerda tensada entre ambos.
Mayte miró de reojo a Martín; su semblante, aunque sereno, escondía una tormenta.
Las manos del hombre apretaban el bastón blanco con fuerza, como si aquel objeto fuera su única ancla en un mundo que ya no podía ver.
—¿Puedes llevarme a la prisión? —pidió con voz ronca.
Mayte lo observó, incrédula.
—¿A la prisión? —repitió, casi en un susurro—. Pero, Martín…
Él giró el rostro hacia donde creía que estaba ella. Su expresión era dura, casi impenetrable.
—Por favor —dijo con un hilo de voz—. Necesito hacerlo.
Mayte bajó la mirada. Sabía que no podía negarse. Había en él una mezcla de dolor y determinación que le partía el alma. Así que asintió y encendió el motor, sin decir nada más.
El camino hasta la prisión fue largo, silencioso, pesado. Solo se escuchaba el ruido del viento y el golpeteo de las llantas contra el asfalto.
Mayte, sentía el corazón encogido. Miraba de vez en cuando sus manos en el