Ese beso quemaba a Braulio como una brasa recién salida del fuego.
No fue un roce tímido ni un impulso accidental; fue un contacto que lo atravesó por completo, desbordando un deseo que llevaba demasiado tiempo conteniendo.
En el instante en que los labios de Aurora tocaron los suyos, sintió cómo todo su autocontrol se tambaleaba.
Ella estaba enferma, débil, febril… pero aun así, ese gesto tenía la fuerza de un trueno.
La sostuvo por la cintura, temiendo que se desmayara. Su piel ardía, no solo por la fiebre, sino por algo más, algo que él mismo no quería nombrar: anhelo, necesidad, esa mezcla peligrosa de cariño y deseo que llevaba guardando durante años sin admitirlo.
Pero justo cuando su corazón empezaba a latir demasiado rápido, un golpe seco resonó en la puerta.
—Señor, ha llegado el doctor —anunció una empleada, con la voz temblorosa.
La realidad cayó como un balde de agua fría. Braulio cerró los ojos, respiró hondo y separó el rostro del de Aurora con un esfuerzo casi doloroso.