Martín la vio con rabia, sus palabras le quemaban como ácido, y no sabía ni el porqué.
¿No era eso lo que siempre había querido? ¿Por qué, entonces, le molestaba tanto escucharla?
La confusión lo consumía, y la frustración se acumulaba en su pecho, como un peso que no podía soportar.
Cada palabra de Mayte resonaba en su mente, desafiando su propia realidad y su orgullo.
Fue en ese momento que la puerta se abrió de golpe. Manuel apareció en el umbral, con una mirada decidida que prometía conflicto.
—¡Así que fuiste tú! ¿Golpeaste a mi mujer? —su voz era un trueno, cargada de ira y de una necesidad de proteger lo que consideraba suyo.
Manuel estuvo a punto de golpearlo, la rabia burbujeando en su interior.
Sin embargo, antes de que pudiera actuar, escuchó la voz de Mayte, suave y dulce, como un canto que intentaba calmar a una bestia salvaje.
—¡No lo hagas, Manuel, no lo hagas! Él no vale la pena.
Las palabras de Mayte lo detuvieron en seco.
Era un tono que Martín nunca había escuchado