—¿Qué has dicho, Victoria? ¿Cómo te atreves? —gritó Ilse, con los ojos desorbitados y el rostro encendido de furia.
Su voz retumbó en las paredes del salón, un eco cargado de incredulidad y desprecio.
Victoria, aunque su respiración temblaba, sostuvo la mirada. Había decidido no retroceder, no esta vez.
—Tal como lo escuchas —repitió con la voz firme, aunque el corazón le golpeaba el pecho—. No voy a alejarme de Martín. Yo sí lo amo… Tal vez él me odie por todo esto, tal vez me desprecie, pero quiero escucharlo de su propia voz. No pienso rendirme sin luchar por él.
Ilse apretó los puños, las uñas clavándose en sus palmas, temblando de ira.
—¡Malnacida! ¡Cómo te atreves a desafiarme en mi propia casa!
El silencio cayó por un segundo, apenas roto por el sonido del reloj marcando los segundos como golpes de tambor.
Thea, que había permanecido cerca, dio un paso adelante y tomó con suavidad la mano de Ilse.
Su gesto parecía furioso, pero en sus ojos brillaba algo oscuro, una astucia helad