El silencio que siguió fue tan profundo que se podía oír el zumbido de las lámparas.
Era un silencio pesado, asfixiante, lleno de miradas que evitaban cruzarse, de respiraciones contenidas y corazones que latían con furia contenida.
Mayte fue la primera en romperlo.
Se levantó despacio, con una expresión que mezclaba incredulidad y miedo. El aire pareció congelarse cuando habló:
—¿Qué clase de juego es este, Thea? —preguntó con voz quebrada, pero llena de coraje—. ¿Qué has hecho con Victoria? ¿Dónde está?
Thea ladeó la cabeza con una sonrisa dulce, casi inocente. La luz blanca del techo se reflejaba en sus ojos, volviéndolos aún más fríos.
—¿Victoria…? —repitió, degustando el nombre como si fuera una palabra extraña, ajena—. No sé de qué hablas, querida. Mi “reemplazo”, como dices, se marchó en cuanto volví. Supongo que no soportó verse derrotada. No tuve nada que ver con eso, yo no he hecho nada malo.
Su tono era tan suave que dolía. Esa calma irritó a todos, pero sobre todo a Mayte,