Ricardo sintió cómo el alma se le escurría del cuerpo. El miedo lo paralizó al ver, a través del parabrisas, la figura imponente de Manuel Montalbán, de pie frente al auto, con el rostro endurecido por la furia.
A su alrededor, seis hombres armados rodeaban el vehículo con movimientos calculados, como lobos cercando a su presa.
Ricardo intentó reaccionar, pero sus manos temblaban tanto que apenas podía mantener el volante firme. Sabía que estaba acabado.
Apenas pudo sacar su pistola con desesperación. Su respiración se volvió un jadeo entrecortado.
Intentó sujetar del brazo a Aurora para usarla como escudo, para obligarla a obedecer, para forzar una salida.
Pero ni siquiera alcanzó a tocarla.
Un golpe brutal sacudió la ventana del lado del conductor. El vidrio estalló y los fragmentos cayeron sobre el rostro del hombre, que lanzó un grito desgarrador mientras se llevaba las manos a los ojos ensangrentados.
La puerta se abrió con violencia.
Braulio apareció como una bestia liberada del