Al día siguiente, cuando el sol apenas comenzaba a iluminar la ciudad, Braulio y Aurora fueron dados de alta. Ambos seguían débiles, pero finalmente estaban fuera de peligro.
En la salida del hospital, Mayte los esperaba con el rostro marcado por la angustia, como si no hubiera dormido en toda la noche.
Apenas los vio, corrió hacia ellos.
—Vendrán a quedarse conmigo, y punto —soltó sin preámbulos—. No sé por qué Manuel no me contó nada. ¡Casi me da un infarto!
Aurora intentó calmarla.
—Mamá, estamos bien. De verdad.
—Nada de eso —insistió Mayte, cruzándose de brazos con firmeza—. Quiero tener a mi hija en casa y cuidarla como se debe. Vendrán a la mansión, no lo voy a negociar.
Braulio, con el brazo aún vendado, esbozó una sonrisa.
—Es justo, suegra. Además, yo también estaré más tranquilo. Quiero que Aurora descanse y esté protegida.
Mayte soltó un suspiro que por fin parecía liberar parte del miedo que cargaba.
—Ay, hijos… Lo que me han hecho pasar.
***
El trayecto hacia la mansión M