La familia aguardaba afuera, expectante, con los nervios a flor de piel. El silencio del pasillo del hospital parecía eterno, hasta que por fin la puerta del cunero se abrió.
Manuel apareció con los ojos brillante y una sonrisa.
Con un gesto emocionado los llamó, guiándolos hasta el gran ventanal donde una diminuta criatura dormía, envuelta en una manta.
—Aún no decidimos su nombre —dijo con voz entrecortada, sin poder apartar la mirada de la pequeña—, pero es hermosa, tan dulce… Mira, abuela.
La anciana se inclinó despacio, apoyándose en el vidrio con las manos temblorosas. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Es la niña más bella que he visto! —susurró con ternura.
Al día siguiente, el hospital olía a flores frescas y esperanza.
Manuel cargaba con cuidado a su esposa, que sostenía a la recién nacida en brazos.
Subieron al auto entre risas, y el motor rugió suavemente en dirección a la mansión, su hogar.
Al llegar, los niños esperaban en la entrada con los ojos brillando de emoción.
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