Martín volvió a la comisaría con el rostro desencajado.
Aún no decidía lo que iba a hacer, aún se debatía entre ayudar a su hermano mayor con el que no tenía nada de buena relación o hundirlo sin hacer nada, porque hacerlo hundiría a su propio padre.
Entró al pasillo donde el aire olía a humedad y hacía un frío inesperado. Los pasos resonaban en el suelo de concreto, cada eco golpeaba como un recordatorio de lo que estaba a punto de ver.
Pidió ver a su hermano.
El guardia lo miró con desgano, revisó una lista y le permitió pasar.
Martín caminó hasta la celda del fondo, con el corazón apretado. Y ahí lo vio.
Detrás de los barrotes, Manuel sostenía la mano de Mayte.
Ella lloraba, pero lo hacía en silencio, con ese tipo de llanto que no necesita gritar para romperle el alma a cualquiera.
—Te amo, mi amor —decía ella con la voz quebrada—. Juro que saldrás de aquí. Nadie te va a hacer daño, lo juro, lo juro por Dios.
Martín se quedó inmóvil. Su mirada se clavó en ellos. La mano de ella entr