Martín no respondió. No hizo falta. Su mirada lo decía todo.
Había una oscuridad en sus ojos que Mayte reconoció al instante: el odio mezclado con amor, esa clase de mirada que alguna vez la hizo sentir deseada… y ahora solo le daba miedo.
Ella creyó ver en un segundo lo que esas pupilas frías escondían: él estaba detrás de todo.
Aunque se equivocaba, pero Mayte pensó lo peor de Martín.
Le tembló el pulso. El pecho se le encogió, y sin pensarlo, lo abofeteó con toda la fuerza que le quedaba.
El golpe resonó en el silencio del pasillo.
—¡Tú estás detrás de esto! —gritó con furia y lágrimas contenidas—. ¡Eres un desgraciado! ¡Él es tu hermano, tu sangre! ¡Tu abuela sufre por él! ¿No tienes piedad?
Martín la miró sin inmutarse. Solo pasó la lengua por el labio partido, sin apartar la vista de ella.
—Mira en lo que te convertiste, Martín Montalbán —continuó Mayte, con la voz quebrada—. En un hombre vacío, sin alma, sin compasión.
Él avanzó un paso, luego otro, hasta que la tuvo frente a fr