—¡Mi esposo es inocente! ¡Es incapaz de hacer algo así! —gritó Mayte con la voz rota, sin control.
Sus manos temblaban y el eco de sus palabras rebotaba en el patio de la casa como una sentencia que no quería aceptar.
La abuela salió precipitada, los ojos desorbitados, el rostro pintado de terror. Al saber lo ocurrido, no dudó: marcó el número del abogado de la familia con dedos temblorosos.
—¡Ven rápido! —jadeó—. ¡No pueden detener a mi nieto Manuel!
La llamada no esperó.
En menos de lo que Mayte alcanzó a decir “no”, el abogado prometió que estaría ahí de inmediato.
Promesas que sonaban a escudo, a esperanza frágil en medio del desastre.
Poco después, el auto de Manuel se detuvo en la entrada, y con él bajó Ilse, cuya expresión era un mapa de sorpresa y confusión.
Antes de que pudieran acercarse, los policías se apilaron como sombras y se dirigieron al hombre con órdenes firmes.
—Señor Manuel Montalbán, queda arrestado por contrabando de diamantes —anunció uno de los agentes, con voz