Martín salió del hospital con el corazón deshecho.
El aire frío de la tarde le golpeó el rostro, pero no lo sintió.
Caminó sin rumbo, con la mente nublada, como si aún escuchara los ecos de la discusión con los médicos y las palabras que no quería aceptar.
Se dejó caer en una de las bancas del jardín exterior, hundiendo los codos en las rodillas y apretando el rostro entre las manos. Estaba exhausto.
Cansado del dolor, del silencio, de cargar con un pasado que lo perseguía como una sombra.
No notó el sonido del auto que se detuvo frente al hospital.
Una mujer bajó con pasos lentos, aunque firmes. Tenía el cabello gris peinado con cuidado, los ojos cansados y un gesto contenido en el rostro. Era Ilse.
Lo vio sentado y por un momento dudó si debía acercarse.
Hacía años que su hijo no le dirigía la palabra, años de culpas, de rencores, de heridas que nunca sanaron.
Pero verlo ahí, tan solo y quebrado, le arrancó el alma.
Caminó hacia él con sigilo, temiendo que al hablarle él se levantar