En el hospital
Las luces blancas del pasillo parecían cuchillos clavándose en los ojos.
El olor a desinfectante lo inundaba todo, mezclado con la angustia que flotaba en el aire.
Victoria caminaba de un lado a otro, las manos temblorosas, el rostro empapado en lágrimas.
Sentía que el corazón se le iba a salir del pecho.
A unos metros, Martín, su esposo, fulminaba con la mirada a Aaron, que estaba sentado con la camisa manchada de sangre, la de Fiona.
—Si algo le pasa a mi hija… ¡Te juro que será tu culpa! —gritó Martín, fuera de sí.
Aaron levantó la vista, con los ojos rojos, cansados, llenos de miedo y dolor.
—¿Mi culpa? ¡No, señor! ¡La culpa es suya! —replicó con voz rota—. Su orgullo, su maldito nombre, su poder… por eso Fiona temía decirle la verdad. Usted la presionó, la trató como si fuera una moneda de cambio, como si pudiera venderla al mejor postor.
Martín dio un paso adelante, el rostro encendido de rabia.
—¡Tú no la mereces! ¿Por eso la embarazaste, para atarla a ti y saca