Al día siguiente la casa despertó con un calor pesado; la luz se filtraba por las cortinas y, en la habitación principal, Braulio abrió los ojos con la sensación de que algo le dolía en lo más profundo.
Todo el cuerpo le pesaba, no solo por el cansancio de la noche anterior, sino por una inquietud que se le había enroscado en el pecho y que no sabía nombrar.
Se incorporó despacio, como quien intenta no despertar un mal sueño, y caminó en silencio hacia el baño, buscando alivio en la soledad.
Al entrar, el vapor lo golpeó; el ambiente estaba tibio, el vapor dibujaba pequeñas nubes sobre los azulejos.
Allí, bajo la ducha, Aurora estaba de espaldas, el agua deslizándose por su piel como una caricia.
Por un instante todo en Braulio se detuvo: la cabeza le dio vueltas, y sin proponérselo se quedó mirándola desde la puerta.
No fue un instante de lascivia fría —era una sorpresa que lo atravesó—: la claridad con la que la veía lo dejó sin aliento.
Aurora no era la chica ingenua que él había i