El regreso al apartamento de guardia fue mucho más silencioso que su partida. El microchip encriptado, la Página 20, quemaba el bolsillo del pantalón de Cassian como una verdad demasiado peligrosa para ser tocada. Pero el verdadero peligro no estaba en el chip, sino en la humedad que aún persistía entre sus bocas.
Entraron, y la luz blanca de la sala común expuso la mentira: dos camas separadas, dos estaciones de trabajo, y la imposible cercanía de sus cuerpos en el diminuto nicho de la bóveda olvidada.
Elara fue la primera en romper el silencio, su voz era un bisturí afilado y helado.
—No vuelvas a hacer eso, Cassian —dijo Elara, deteniéndose en seco a medio camino hacia su habitación.
Cassian se giró, su rostro exhausto y tenso. —Hacer ¿qué, exactamente? ¿Besarte para silenciar tu respiración cuando teníamos a los hombres de Thorne a tres metros de distancia? ¿O besarte porque me pediste que no dijera nada y era la única forma de liberar la presión?
—Lo sabes perfectamente —replicó