DALTON
El salón de eventos quedó atrás, pero la adrenalina todavía me recorría el cuerpo. Lía caminaba a mi lado, con los hombros erguidos y una chispa renovada en los ojos, aunque intentaba fingir seriedad. Sabía que por dentro quería saltar y abrazarme, pero era tan digna que prefirió morderse el labio y asentir cuando le pedí que me esperara en la oficina.
— Te veo en mi despacho en cinco minutos, corazón, ¿sí? —Le susurré al oído, asegurándome de que todo el mundo escuchara el tono posesivo y, sobre todo, orgulloso en mi voz.
— Claro, amor —. Su voz era un susurro de seda, discreta, pero sentí la alegría vibrar en sus palabras.
Lía se perdió entre los cubículos, y la oficina entera se abrió para que pasara. Nadie se atrevió a mirarla. El silencio era tan profundo que podía oír el click de sus tacones sobre la alfombra. Ni un murmullo, ni un resoplido. Así era mejor. Nadie más se atrevería a tocarla.
Avancé hacia la oficina de Elías. No era casualidad. Mi primo había sido un cáncer