LÍA
Casarme: una palabra que no estaba en mi vocabulario hasta hace un segundo que mi jefe capu**llo me lo propuso. Un significado que me daba muchas preguntas y nada de respuestas.
Por ejemplo, ¿qué tan falso y qué tan real tendría que ser yo como esposa? ¿Tenía que vivir con él? ¿Dormir en la misma habitación? ¿Tenía que. . . darle mi tesorito? Sentí cómo las orejas se me calentaban.
El silencio después de su pregunta fue tan brutal que sentí cómo el aire salía zumbando de mis pulmones. Me quedé mirándolo como si acabara de ver a Brad Pitt pedir tacos en la esquina ¿Casarme? ¿Así, sin anestesia, sin champán ni anillo sorpresa? ¿Acaso no había leído ni un solo manual de “propuestas para tontos”?
Me llevé una mano a la frente, luchando entre la risa nerviosa y el pánico. Casada, dios mío, estaba más cerca de la palabra casada, que de mi siguiente comida que esperaba con muchas ansias.
— ¿Casarme contigo, Dalton? ¿Eso fue una propuesta real o solo quieres ver si me da un infarto an