LÍA
No tengo idea de cuánto tiempo estuve ahí, hecha un ovillo sobre la banquita, con las medias rotas, el maquillaje corriéndose por mis mejillas, el pecho dolorido, y el dolor de sentirme traicionada por algo que sabía desde un principio que era falso.
El camerino se sentía pequeño, claustrofóbico, como una celda perfumada de nostalgia y derrota. El aire olía a spray de cabello, al perfume de mis compañeras, a mis lágrimas y de pronto a Dalton. A Dalton y a su colonia inconfundible, a esa mezcla de poder y peligro que siempre parecía llegar antes que él, como una premonición.
Al principio, todo en mi cuerpo gritó que me apartara, que alzara las defensas, que levantara las paredes porque estaba confundiendo la realidad con algo que yo deseaba. Quería gritarle, insultarlo, decirle que no era bienvenido en ese santuario de mujeres derrotadas y estrellas rotas. Pero cuando sentí el peso cálido y fuerte de sus brazos rodeándome, la manera en que su pecho tembloroso se apretó contra mi