DALTON
El despertador sonó y, por una vez, ni siquiera lo odié. Me había pasado la noche dándole vueltas al asunto del búho dorado; al teatro mafioso, en el caso de que sean mafiosos; a la risa de Lía; y a la persecución ridícula por el parque. Tenía la cabeza hecha un nudo, pero en el fondo, sentía ese cosquilleo de que esa mujer me estaba importando más de lo que alguna vez sentí con otra mujer y estaba jodid**amente en problemas al mismo tiempo.
Tomé el teléfono, ya listo para checar correos, mensajes del abogado, y una búsqueda pendiente sobre “cómo romper alianzas familiares sin acabar en la cárcel”. Pero lo que encontré fue algo mucho peor. Más de cincuenta notificaciones del grupo de Whats**App de la oficina. Lo que mis empleados no sabían era que estaba ahí de contrabando, pues me hacía pasar por un tal Pablito Pérez.
Y cuando digo peor, es peor en mayúsculas. Abrí el grupo, medio adormilado, y de inmediato, el golpe en la cara. La foto. Lía y yo, besándonos como adolescentes,