DALTON
Había estado de mal humor todo el maldito día, como para haber salido de la oficina. La visita de mi mamá, con su insistencia por aceptar el estúpido compromiso, la llamada de Elías, y el que no sabía qué problemas tenía Lía, me traían echando madres por todos lados.
Sí, ese día me había convertido en aquel jefe ca**pullo que no hacía otra cosa que dar órdenes a diestra y siniestra. Aquel que no se tentó el corazón para reducir los descansos a la mitad y triplicar el trabajo. Sin embargo, Lía estuvo a la altura de las circunstancias y me entregó cada cosa que le había pedido con suma precisión.
A ella sí le di el descanso completo porque sabía que necesitaba comer bien.
Al final de la jornada laboral, la puerta de mi oficina se abrió con ese golpe suave y calculado que ya reconocía de memoria. Lía entró con paso firme, la mochila vieja al hombro y una sonrisa tenue dibujada en los labios. Había entrado con cautela porque no sabía si iba a explotar o no. Con ella me había conteni