La noche era espesa, húmeda. Las paredes de la vieja casa apenas contenían el calor. Camila esperaba recostada en la cama, solo con una camiseta fina que dejaba ver los pezones endurecidos por la ansiedad. Debajo, nada. Su piel ardía sin que nadie la tocara, porque sabía que esta vez no habría frenos. Ya no más palabras. Ya no más barreras.
Julián abrió la puerta sin tocar. Cuando la vio ahí, esperándolo, se quedó de pie unos segundos. Solo respiró. La puerta se cerró tras él con un leve clic. No dijo nada. No hacía falta.
—Ciérrale el paso al mundo —le susurró Camila.
Y él obedeció.
Caminó hasta ella sin prisa, pero con la mirada prendida fuego. Se arrodilló frente a la cama y metió la cabeza entre sus muslos, sin pedir permiso. Su lengua rozó su clítoris como si lo conociera desde siempre. No la besó. La devoró. Como si el sabor de ella fuese la única cosa real.
Camila gimió sin contenerse. Se arqueó, hundió los dedos en su cabello, lo empujó contra sí. Julián gemía también, con la