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Se acarició el paladar con la punta de la lengua, de forma distraída una y otra vez, refregándosela contra los dientes, en un instinto de raspar aquel gusto. Encontró absurdo que, hasta ese sabor metálico, le resultase exquisito si provenía de él.

Se preguntó por qué la vida era tan macabra como para hacerla sentir tanto, justo con el

hombre por el que no debía sentir nada. Había una tónica de culpa, de sentirse mal por no poder resistir la... ¿tentación? Ni siquiera sabía cómo llamarlo. La realidad, por muy atroz que fuese, era que nada se sentía tan bien como tenerlo adentro, resbalando entre las paredes húmedas de su sexo. Tener ese tipo de claridad, era lo que hacía que concluyese que estaba perdiendo la razón.

Santiago la había hecho pasar de ser una mujer racional, a ser una demente. Contarle lo sucedido a Flavia, supuso una vergüenza, está la instó a continuar con el relato en donde por un ataque de no sé qué, había ido a buscarlo. La pregunta obligada por parte de la doctora n
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