La rotunda confirmación de Alejandro sobre su relación -sin ataduras ni preguntas, solo placer- dejó a Trina con sentimientos encontrados. El alivio venía de la claridad, que disipaba cualquier ilusión de romance. El dolor, de su deseo de algo más profundo. Aun así, la noche que compartieron actuaba como un potente atractivo que no podía negar.
Sus citas se volvieron rutina, equilibrando el trabajo diurno con la pasión nocturna. Trina se dedicaba a la finca hasta el anochecer, cuando pensaba en Alejandro.
Las invitaciones eran sutiles: un mensaje, un encuentro casual o una mirada cargada de significado. Trina iba al palacete tras su equipo, o Alejandro a su villa, una invitación que rara vez rechazaba.
Se veían en la intimidad: en el estudio, la biblioteca, o la suite principal de Alejandro.
Una noche, lo encontró en la biblioteca iluminada por la chimenea.
-Pensé que no vendrías -dijo él.
-Sabías que sí -respondió ella.
Él se acercó, sus manos en su cintura. La besó profundamente.
-T