Los primeros días transcurrieron en total privacidad. Pasaban horas en la habitación de Alejandro, abrazados, recuperando el placer que se había intensificado tras la separación y el peligro. Cada caricia, cada beso, confirmaba que estaban vivos, que habían sobrevivido. La pasión fue un consuelo, una manera de superar los fantasmas del pasado y restablecer la confianza que se había deteriorado.
Una noche, mientras descansaban abrazados después de un encuentro amoroso, Trina acarició la mandíbula de Alejandro con su dedo.
—¿De verdad te encuentras bien? —preguntó Trina con suavidad—. Todo esto… ha sido muy duro.
Él suspiró, tensándose por un instante. —Sí, lo estoy. Pero las heridas están presentes. La cárcel, la incertidumbre