El amanecer llegó más silencioso que de costumbre. Las hojas del magnolio parecían inmóviles, como si el viento hubiera decidido no perturbar la calma de la casa esa mañana. Pamela se despertó con una sensación extraña en el pecho, una mezcla entre inquietud y expectación. El sueño de la noche anterior había dejado una marca invisible en su conciencia: Lina Marceau aparecía entre sombras, danzando en un escenario de cristal que se rompía con cada paso.
Cuando bajó a la cocina, encontró a Miriam ya despierta, hojeando un periódico viejo con una taza de café entre las manos.
—No he podido dormir bien —confesó la mujer, sin apartar la vista del papel amarillento—. Algo me ronda la cabeza desde anoche.
Pamela se sirvió una taza de té y se sentó frente a ella.
—Yo tampoco. Soñé con Lina.
Miriam levantó la mirada, tensa.
—La bailarina desaparecida.
Pamela asintió lentamente.
—No creo que haya sido solo un sueño. Siento que algo me está guiando hacia ella.
Después de dejar a Abigail en su cl