La tarde había caído sobre la ciudad como una sábana espesa de nubes grises. En el jardín delantero de la nueva casa, el viento jugaba con las hojas secas, arrastrándolas hasta la verja de hierro forjado. Pamela estaba en la terraza, sentada con una taza de té de jazmín entre las manos, observando cómo las gotas empezaban a dibujar caminos en los ventanales. El aroma de pan recién horneado que Miriam preparaba en la cocina flotaba en el aire, dándole al hogar un calor que parecía impermeable a cualquier sombra.
Pero Pamela sabía, en lo más hondo, que la oscuridad siempre encontraba una grieta para entrar.
Abigail estaba en la sala, ayudando a organizar sus crayones. Se escuchaban risas suaves, el crujido del papel y el murmullo de la lluvia. Todo parecía en calma… hasta que un leve golpe en la verja rompió esa armonía.
Pamela frunció el ceño. No esperaban visitas.
Dejó la taza sobre la mesa y, con paso cauteloso, se dirigió hacia la puerta principal. Antes de abrir, miró por la vent