El silencio de la casa era engañoso. Desde afuera, parecía un refugio cálido y tranquilo, pero dentro de esas paredes, la tensión se palpaba como una cuerda a punto de romperse. Pamela caminaba de un lado a otro en la sala, con los brazos cruzados y la mirada fija en la puerta principal. La luz de la tarde se filtraba por las cortinas, proyectando sombras largas que parecían estirarse sobre el suelo como si quisieran advertirle de algo.
Cristhian había salido temprano con la promesa de volver antes del almuerzo, pero no había cumplido. Desde que habían trasladado su vida al nuevo hogar —una casa amplia, luminosa, con un jardín que Abigail adoraba—, Pamela había intentado creer que las cosas podrían estabilizarse. Sin embargo, la amenaza de Lina y los recuerdos de todo lo vivido eran una sombra constante que ningún cambio de escenario lograba disipar.
La puerta se abrió finalmente, y Cristhian apareció con su porte impecable, aunque su expresión era sombría. Llevaba el saco desabrochad