La noche caía sobre la ciudad con un aire gélido que parecía arrastrar consigo presagios oscuros. Las farolas iluminaban las calles con destellos débiles y amarillentos, mientras un murmullo distante de motores y pasos apresurados se mezclaba con el viento. En una de las torres más imponentes del centro, un salón de paredes oscuras y ventanales altos se mantenía iluminado con un resplandor tenue. El aroma a madera añeja y a coñac llenaba el ambiente.
Iván Ferreira estaba sentado detrás de un escritorio de caoba, revisando documentos que no parecían pertenecer a ninguna transacción común. Sus dedos largos y huesudos acariciaban con calma el filo de una pluma estilográfica, como si la simple acción de escribir en esos papeles fuera un acto de poder absoluto. Frente a él, Luciana Dévereux cruzaba las piernas, vestida con un conjunto de seda negra que resaltaba su porte aristocrático y el brillo calculador en sus ojos.
—Es un riesgo… —comentó ella, con una media sonrisa—. Pero si algo he