La tarde caía lentamente sobre la casa, y un tono dorado bañaba los ventanales del salón principal. Pamela estaba sentada frente a la mesa de roble, revisando las cuentas y la contabilidad de Étoile, cuando un escalofrío le recorrió la espalda. No era la primera vez que sentía esa extraña presión en el ambiente, como si alguien la observara desde algún rincón invisible.
Sus dedos, que hasta hacía un momento se movían con agilidad sobre las hojas de cálculo, se detuvieron. Llevó la mano a la taza de té que había dejado a un lado, pero el líquido estaba frío.
—Te estás obsesionando —susurró para sí misma, aunque su voz no sonaba convencida.
Cristhian apareció en la entrada del salón, con la chaqueta aún puesta y un gesto severo que se suavizó apenas la miró. Se acercó despacio, con ese andar silencioso que parecía natural en él.
—Sigues trabajando —dijo, inclinándose para besarla en la frente—. Llevas horas ahí.
—No puedo dejarlo, Cristhian… Algo no me cuadra. Hay movimientos bancarios