Las luces de la academia parpadeaban con una frecuencia inquietante. Pamela sostenía la fotografía de Lina Marceau con manos temblorosas, su corazón retumbando como tambor tribal en el silencio gélido del amanecer. La imagen parecía arrancada de una pesadilla: una sala oscura, paredes desconchadas, Lina sentada con la mirada perdida y las muñecas esposadas a una silla metálica. No era una amenaza directa… era una advertencia.
Dobló cuidadosamente la foto, guardándola en el interior de su abrigo, y echó una última mirada a la puerta cerrada de la academia antes de alejarse por la acera mojada. El cielo sobre Nueva York se teñía de gris plomizo, presagiando tormenta. Y Pamela, aunque temía lo que vendría, sabía que ya no había vuelta atrás.
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—No me digas que viniste sin protección —gruñó Axel unas horas más tarde, mientras examinaba la foto con una lupa digital—. Esto ya no es solo un misterio… es una cacería.
Pamela observaba desde una silla metálica, sus ojos hinchados por e