La ciudad seguía latiendo bajo el cielo grisáceo cuando Pamela despertó en el penthouse de Cristhian. Las sábanas de satén aún conservaban el aroma de su piel, y aunque su cuerpo recordaba el calor de él a su lado, el espacio a su alrededor estaba vacío.
Se incorporó lentamente. El eco del silencio era casi inquietante. Salió al salón principal, donde la luz de la mañana se colaba a través de los ventanales, y lo encontró allí: de pie, con el ceño fruncido, hablando por teléfono en un idioma que no alcanzaba a descifrar. Su rostro estaba tenso, como si cargara con mil verdades que jamás terminaría de confesar.
Al colgar, notó su presencia y suspiró.
—No deberías levantarte tan temprano —dijo con voz suave, aunque en sus ojos había tormentas contenidas.
Pamela lo miró fijamente.
—¿Hablabas con ellos? —preguntó sin rodeos.
Cristhian desvió la mirada.
—Ellos no dejan de estar presentes —murmuró—. Ni siquiera en mi propia casa.
—Entonces, ¿esto no es un refugio? —inquirió ella—. ¿Estoy má