Bajo la misma Luna

Pamela Duarte se quitó las zapatillas con un suspiro contenido. Sus pies dolían. No era raro. Después de años de práctica, había aprendido a convivir con el dolor como si fuera un viejo amigo, uno que te visita sin avisar y se queda incluso cuando no lo invitas. Aun así, esa noche se sentía diferente. No solo por el esfuerzo físico, sino por la extraña corriente que aún le recorría el cuerpo desde aquella mirada.

Sentada frente al espejo del camerino, observó su reflejo con atención. El maquillaje todavía estaba impecable, aunque un rastro de sudor nacía en su frente. El tutú blanco que había elegido para esa noche seguía brillando bajo la tenue luz del camerino, pero ella no se sentía como una estrella. Más bien como una intrusa en un cuento ajeno.

Afuera, el bullicio de la fiesta continuaba. Risas, copas chocando, conversaciones triviales cargadas de hipocresía. Pamela no tenía intención de volver al salón. Su participación había terminado, y lo único que deseaba era volver a casa, quitarse el disfraz de bailarina perfecta y volver a ser simplemente Pamela. La Pamela que viajaba en metro, que enseñaba ballet a niñas en un centro comunitario del Bronx, y que comía sopa instantánea más veces de las que quería admitir.

Pero entonces, alguien golpeó suavemente la puerta del camerino.

—¿Sí? —dijo con cierta duda.

La puerta se abrió lentamente, revelando a una mujer vestida de negro, elegante como una figura sacada de una revista de modas. Su cabello rubio recogido en un moño bajo y sus labios pintados de rojo profundo contrastaban con su piel pálida y su expresión neutra.

—¿Pamela Duarte? —preguntó con voz baja, pausada.

—Sí, soy yo.

—El señor Guon desea hablar con usted.

Pamela parpadeó. Por un momento pensó que había escuchado mal.

—¿El señor Guon? ¿Cristhian Guon?

La mujer asintió levemente, sin alterarse.

—Está esperando en el invernadero. Le agradecería que lo acompañe.

Pamela dudó. ¿Ir? ¿Quedarse? Todo en su interior gritaba que esa situación no era normal. Nadie como Cristhian Guon tenía tiempo para conversar con una bailarina de fondo en una gala benéfica. Y sin embargo… algo en su interior, quizás esa parte terca que la empujaba a bailar aunque tuviera ampollas sangrantes, la impulsó a levantarse.

Tomó una chaqueta negra que siempre llevaba con ella y se puso unas zapatillas simples. Nada de lujo. Nada de brillos. Caminó tras la mujer en silencio, atravesando pasillos laterales y corredores decorados con arte moderno, hasta que llegaron a una puerta de cristal enmarcada por cortinas blancas.

La mujer la abrió con cuidado y le indicó que podía entrar.

El invernadero era un mundo aparte del hotel. Una estructura acristalada, con plantas tropicales que trepaban por columnas metálicas y orquídeas que colgaban como joyas vivientes. Faroles tenues iluminaban el espacio con calidez dorada. En el centro, frente a una mesa baja de mármol y dos sillones de terciopelo verde, estaba él.

Cristhian Guon.

Vestía el mismo traje negro, pero se había quitado la corbata y desabrochado el primer botón de la camisa blanca. Tenía una copa de vino en la mano y los ojos fijos en un punto indeterminado del jardín. No se volvió de inmediato cuando escuchó los pasos de Pamela.

—Gracias, Amelia —dijo sin mirar. La mujer se retiró sin una palabra más.

Pamela se quedó de pie, inmóvil. No sabía si debía sentarse, hablar o simplemente marcharse. El silencio del lugar la envolvía como un velo invisible.

Finalmente, Cristhian giró lentamente el rostro hacia ella.

—No quería que se fuera sin hablar conmigo.

Su voz era grave, pausada, con ese tono propio de quienes están acostumbrados a que los escuchen sin necesidad de levantarla.

—No suelo conversar con extraños después de bailar —dijo Pamela, con más firmeza de la que esperaba.

Una sombra de sonrisa apareció en sus labios.

—¿Y qué haría falta para dejar de ser un extraño?

Ella lo miró sin bajar la guardia.

—Tal vez un poco de honestidad. Algo que en lugares como este escasea.

Él dejó la copa sobre la mesa y le hizo una seña para que se sentara.

—No suelo invitar a nadie aquí. Este invernadero es uno de los pocos espacios que aún me pertenecen… realmente. Todo lo demás —dijo, haciendo un gesto vago— es fachada.

Pamela se sentó con cuidado, como si aceptara una especie de reto.

—¿Y por qué estoy aquí?

—Porque hay algo en ti que no he podido ignorar.

Ella lo miró con desconfianza.

—¿Porque bailé bien?

—No —respondió sin titubear—. Porque te vi y sentí que ya te conocía. Como si mis recuerdos te buscaran antes de verte.

La respuesta la descolocó. No era el tipo de frase que se esperaba de un millonario reservado. Era… poética. Dolorosa. ¿Real?

—Suena a líneas que funcionan con mujeres más ingenuas —respondió con ironía.

Él no pareció ofenderse.

—Tú no eres ingenua. Se nota en tus ojos.

Pamela bajó la mirada por primera vez. Un nudo se le formó en el estómago. Ese tipo de contacto emocional no era fácil para ella. Estaba acostumbrada a que la juzgaran por su técnica, su postura, su capacidad para sonreír aunque estuviera agotada. Pero no por su mirada.

—No soy una mujer fácil de impresionar, señor Guon.

—Tampoco soy un hombre fácil de entender, señorita Duarte.

Por primera vez, sus miradas se encontraron otra vez, como en el salón minutos antes. Y en ese breve silencio, algo volvió a encenderse.

Un crujido interrumpió el momento. Pamela miró a un costado. Una figura observaba desde el otro lado del cristal del invernadero. Fue apenas un segundo, un destello fugaz. Una mujer alta, con cabello claro, desapareció entre las sombras del jardín.

Pamela se puso de pie, alerta.

—¿Quién era esa?

Cristhian también se levantó, pero no parecía sorprendido. Su expresión cambió, tornándose más dura, más sombría.

—Una parte del pasado que insiste en volver.

—¿Una amenaza?

—Eso dependerá de qué tan cerca estés de mí, Pamela.

Ella sintió cómo el corazón le latía con fuerza. No por miedo, sino por algo más profundo: intuición. Había entrado a ese invernadero por curiosidad… pero estaba saliendo con una certeza:

Cristhian Guon no era solo un enigma envuelto en elegancia. Era un mundo por descubrir… y quizá, también, una trampa.

Y Pamela Duarte ya había dado el primer paso hacia su centro.

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