Bajo la Superficie

La ciudad seguía su curso con indiferencia: taxis frenéticos, luces titilantes y un cielo opaco, como si presintiera la tormenta que se avecinaba. Pamela, sin embargo, ya no era la misma mujer que unos días antes se deslizaba con ligereza por los escenarios. Algo dentro de ella se había quebrado, o tal vez, despertado.

Después del encuentro con Cristhian en el Café Lirio, una parte de su alma no había vuelto a encontrar reposo. Sus palabras, su mirada densa como la noche misma, seguían resonando en su mente.

"No supe protegerla."

¿A cuántas mujeres había intentado proteger? ¿Y cuántas se habían perdido en los abismos que él parecía ocultar tras su porte impecable?

Al día siguiente, Pamela caminó por el parque Bryant, dejando que la brisa fría le secara las lágrimas que no sabía que había empezado a derramar. La imagen de Lina Marceau no la abandonaba. ¿Cómo alguien tan talentosa, tan brillante, podía simplemente... desaparecer?

Una sombra se le acercó.

—Te ves distraída —dijo Matías, apareciendo a su lado con una taza de café en la mano.

Ella lo miró con gratitud.

—Lo estoy —respondió, tomando el vaso caliente que él le ofrecía—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Siempre vienes aquí cuando necesitas pensar. Te conozco, Pamela. Al menos un poco más de lo que crees.

Ella bajó la vista. Matías siempre había sido su ancla, incluso cuando no lo merecía. No era alguien que reclamara atención, pero tampoco se alejaba.

—¿Y qué pensás? —preguntó él suavemente.

—Que estoy enredada en algo que no entiendo. Que cada vez que intento alejarme de Cristhian, algo más me empuja hacia él.

Matías bebió un sorbo.

—Eso no me sorprende. Guon tiene un talento especial para hacer que los demás orbiten a su alrededor, como planetas atrapados por un sol oscuro.

—¿Lo conoces bien?

—Lo suficiente para desconfiar —respondió Matías—. ¿Sabías que su familia tiene conexiones con ciertos círculos de arte... no tan legales?

Pamela alzó una ceja.

—¿Arte ilegal?

—Tráfico de piezas antiguas. Galerías fantasma. Subastas privadas con objetos que deberían estar en museos. Nadie lo ha probado, por supuesto. Es demasiado cuidadoso. Pero si Lina tenía algo que ver con ese mundo...

—Entonces pudo haber sido silenciada.

Matías no respondió, pero la expresión en sus ojos fue suficiente.

Esa noche, Pamela recibió una llamada desconocida. Al principio dudó en contestar, pero algo la impulsó a hacerlo.

—¿Señorita Duarte? —La voz era femenina, nerviosa.

—Sí, ¿quién habla?

—Mi nombre no importa. Pero sé cosas sobre Lina Marceau... y sobre usted.

Pamela se enderezó en el sofá.

—¿Qué cosas?

—Que la están usando. Que alguien la eligió por algo más que su talento. Tiene que tener cuidado, señorita. No es la primera bailarina que se pierde entre luces y mentiras.

—¿Quién le dijo eso? ¿Qué sabe usted?

—Más de lo que debería. Pero no puedo hablar por teléfono. Si quiere respuestas, venga mañana a las seis al invernadero del Jardín Botánico. No traiga a nadie. Si lo hace... no volverá a saber de mí.

Y la línea se cortó.

Pamela se quedó sentada en silencio. Su corazón golpeaba como si hubiera estado corriendo. Cada palabra de aquella desconocida se le había clavado como espinas.

El Jardín Botánico era un remanso de paz entre el caos de la ciudad. Al llegar, la tarde moría lentamente, dejando un resplandor dorado sobre las copas de los árboles. Pamela, con el cabello recogido en una trenza baja y una bufanda gris, caminó entre los senderos florales como una sombra silenciosa.

El invernadero estaba casi vacío. La humedad del lugar empañaba los cristales y un aroma a jazmín flotaba en el aire.

Al fondo, junto a una fuente de mármol, había una figura femenina con un abrigo oscuro y gafas de sol.

—¿Usted me llamó? —preguntó Pamela, acercándose con cautela.

La mujer asintió y se quitó lentamente las gafas. Tenía el rostro anguloso, ojeras profundas y un aire de agotamiento perpetuo.

—Me llamo Celeste. Fui amiga de Lina... o al menos lo intenté. Pero nadie puede ser realmente amiga de alguien que vive con miedo.

—¿Miedo de qué? —susurró Pamela.

—De él. De Cristhian Guon.

Pamela sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Él dice que no tuvo nada que ver con su desaparición. Que quiso protegerla.

Celeste soltó una risa amarga.

—¿Protegerla? Cristhian no protege. Posee. Todo lo que toca, lo convierte en parte de su universo. Lina se dio cuenta demasiado tarde. Se convirtió en su musa, su obsesión... y su prisionera.

—¿Y por qué nadie hizo nada?

—Porque no era una cárcel con barrotes. Era de oro, de fama, de halagos. Y porque Lina también lo amaba. Esa fue su perdición.

Pamela tragó saliva.

—¿Y yo? ¿Qué tengo que ver en todo esto?

Celeste la miró con compasión.

—Tienes su misma mirada. La misma forma de moverte. Sos... un reflejo de ella. Tal vez alguien te eligió para reemplazarla. O para algo peor.

Pamela sintió un vacío abrirse en su estómago.

—¿Por qué me lo cuenta ahora?

—Porque ya vi una vez cómo se apaga una estrella —dijo Celeste, dando un paso atrás—. No quiero ver otra.

Y desapareció entre las sombras del invernadero.

De regreso a casa, Pamela no lograba calmarse. Cerró todas las cortinas, apagó las luces y se sentó en la oscuridad. Las palabras de Celeste giraban como un torbellino: reemplazo... obsesión... prisionera.

Sonó un golpe en la puerta.

Pamela se levantó de golpe. Miró por la mirilla.

Cristhian.

No vestía como de costumbre. Llevaba el cabello ligeramente despeinado, una chaqueta abierta y el ceño fruncido.

—Necesito hablar contigo —dijo apenas abrió.

—¿Cómo supiste que estaba en casa?

—Porque te mandé a seguir. Desde que recibiste esa nota en el centro cultural, supe que estabas en peligro.

Pamela lo miró, temblorosa.

—¿Y no se te ocurrió decírmelo?

—Quería protegerte, Pamela.

Ella se alejó un paso.

—¿Como protegiste a Lina?

Un silencio terrible se instaló entre ellos. Las palabras eran cuchillas invisibles.

—No soy el hombre que ella creyó. Pero tampoco soy el monstruo que te quieren hacer creer —susurró él, con una voz rota.

—¿Entonces qué eres, Cristhian?

Él bajó la mirada.

—Alguien que ha cometido errores. Y que ahora... no puede dejar que te pase nada.

Ella no supo si abrazarlo o echarlo.

Estaba en medio del fuego y no tenía claro quién sostenía la llama.

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