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Capítulo 3 – El Precio de la Sangre

El celular de Peter vibró, rompiendo el silencio de la habitación. Cansado de la madrugada intensa con la amante, atendió sin entusiasmo.

— Buenos días, señor… ¿alimentó su vicio?

La voz del otro lado llegó cortante:

— ¿Buenos días? Me hiciste perder tiempo y dinero, Peter. Tu novia no estuvo en mi cama como habíamos acordado. Terminé durmiéndome de tanto esperar.

Peter se quedó helado.

— ¿Cómo… así?

— Basta. Ya no hay ascenso.

La llamada se cortó sin darle margen para responder.

Peter permaneció inmóvil, atónito, hasta que la rabia estalló. Arrojó el celular contra la pared.

— ¡Maldita…! — gruñó, con los ojos ardiendo de odio. — ¡Maldita, lo arruinaste todo!

Quince días después…

El tiempo parecía arrastrarse. Olívia caminaba inquieta, con un vacío en el pecho difícil de explicar. Los mensajes que enviaba a Peter quedaban sin respuesta. Las llamadas iban directo al buzón de voz.

La primera semana intentó justificarse: “Debe de estar ocupado, mucho trabajo…”. En la segunda, el silencio empezó a pesar. El amor que creía sólido se desmoronaba día tras día.

Al llamar a su suegra, en un intento desesperado por obtener noticias, recibió la información que le quitó el suelo bajo los pies.

— Fue a resolver asuntos de otra agencia, querida. Se quedará en otro estado durante unos días — dijo la mujer, con voz indiferente. — ¿No te lo contó?

Olívia sintió que el corazón se le desplomaba. La garganta se le cerró, pero disimuló el dolor.

— Ah… sí. Claro. Lo había comentado por encima… — mintió, intentando sonar natural. — ¡Se me olvidó!

Pero al colgar, las lágrimas corrieron en silencio.

Ese día se encerró en su oficina, intentando concentrarse en los informes. El sonido de la lluvia fina contra la ventana parecía reflejar su estado de ánimo.

Entonces, la puerta se abrió de golpe.

Victor entró, pálido, con la mirada desesperada.

— Liv, tenemos que hablar — dijo, con la voz temblorosa.

Olívia se levantó de inmediato.

— ¿Qué cagada hiciste ahora, Victor?

Él cerró la puerta detrás de sí y se apoyó en el escritorio, como si el suelo fuera a ceder.

— Yo… hice una estupidez, Liv — las palabras salían atropelladas —. Me metí en un juego pesado… perdí una apuesta grande… puse la empresa como garantía y… y perdí.

Los ojos de Olívia se abrieron de par en par.

— ¿Qué? — su voz retumbó en la sala. — ¿Te volviste loco, Victor? ¡La empresa es todo lo que tenemos!

— Estaba seguro de que iba a ganar, pero salió mal — dijo, pasándose las manos por el cabello, sudando frío —. Para recuperar los documentos, pedí dinero prestado a prestamistas. Ahora me están amenazando… amenazándonos.

Olívia se llevó la mano a la boca, incrédula.

— Eres un inconsciente, Victor — dijo, nerviosa.

Victor continuó, con la voz quebrada:

— Dijeron que, si no pago pronto, irán por la familia. Tú estás en peligro, Liv. Papá… mamá… todos.

— Papá… — sintió el corazón encogerse. — Sabes lo que puede pasar si se entera. ¡Su corazón no soporta otro golpe así!

Victor asintió, con los ojos llenos de lágrimas.

— Lo sé. Y eso es lo que más me asusta. No puede descubrirlo.

La rabia de Olívia estalló.

— ¿Cuándo vas a asumir responsabilidades, Victor? — gritó, con la voz rota. — ¡Eres el mayor! Estoy cansada de tapar tus agujeros, de limpiar tus desastres. ¡Siempre soy yo la que tiene que resolverlo todo!

Él bajó la cabeza, avergonzado.

— Yo… lo sé. Me equivoqué…

— ¿Te equivocaste? — golpeó el escritorio con fuerza. — ¡Eso se queda corto! — se acercó, mirándolo de frente. — ¿Cuánto es esa maldita deuda?

Victor dudó, con la voz tan baja como si temiera pronunciar la cifra.

— Con los intereses… quinientos mil dólares.

El mundo pareció girar a su alrededor. Olívia dio un paso atrás, en shock.

— ¿Medio millón? — la incredulidad rozaba la desesperación. — ¡Esta vez te mato, Victor!

Sin pensarlo, la palma de su mano estalló contra el rostro de él.

— Llegaste demasiado lejos con este vicio. ¿Cómo vamos a conseguir ese dinero? — las lágrimas ya corrían por su rostro. — No tenemos esa cantidad en caja. Cualquier movimiento grande, papá lo va a notar. ¡Y sabes lo que eso significa!

Victor la miraba con los ojos húmedos, la marca roja en la cara ardiendo más por la vergüenza que por el dolor.

— No pensé… estaba seguro… de que iba a ganar…

— ¡Ese es el problema! — gritó ella. — ¡Nunca piensas! Solo actúas, y los que pagamos somos yo, somos todos nosotros.

Por un instante, un silencio pesado cayó entre ambos. Olívia respiraba agitada, la mente dando vueltas. A pesar de la rabia, a pesar del golpe, había una verdad que ardía dentro de ella: amaba a su hermano. Más que a nada.

Cerró los ojos, intentando contener las lágrimas.

— Yo voy a resolver esto — murmuró, casi para sí misma.

— ¿Cómo? — Victor levantó la mirada, con la voz rota. — No hay salida, Liv.

Entonces, un recuerdo cruzó su mente como un soplo helado. La tarjeta.

La tarjeta que había quedado sobre la mesilla de noche. El gesto que, para ella, había sido una prueba de amor de Peter.

El corazón se le aceleró.

— Ya sé qué hacer — dijo, firme. — Que Peter me perdone.

Victor la miró, confundido.

— ¿Qué?

— Esta es la última vez que te ayudo. ¿Entendido? — respondió, con la voz fría y decidida. — Vas a prometerme algo, Victor. Vas a jurar que nunca más vas a jugar, que vas a tratarte.

Él asintió, desesperado.

— Lo juro, Liv. Lo juro por nuestra madre.

Olívia respiró hondo y enfrentó a su hermano.

— Esta noche me vas a llevar con ese prestamista.

La noche estaba cargada cuando llegaron a la dirección indicada. Era un almacén abandonado en la periferia, donde el olor a óxido y gasolina se mezclaba con el ruido distante de motos. Dos hombres corpulentos, cubiertos de tatuajes, custodiaban la entrada. Sus miradas eran amenazantes.

Olívia apretó con fuerza la mano de su hermano y entró. El corazón parecía querer salírsele del pecho, pero mantuvo la cabeza en alto.

Dentro, sentado detrás de una mesa, estaba el jefe de los prestamistas. Un hombre de mirada fría, con un cigarrillo encendido entre los dedos, que los observaba con la calma de un depredador.

— Así que… — dijo, soltando el humo despacio —. El pequeño apostador trajo a la hermana para arreglar la cagada.

Victor tembló, pero Olívia dio un paso al frente, firme.

— Vengo a pagar la deuda.

Una sonrisa torcida apareció en los labios del hombre.

— Medio millón no es poca cosa, muñeca. ¿Estás segura de que puedes cubrirlo?

Olívia abrió el bolso, sacó la tarjeta negra y la dejó sobre la mesa.

— Pase la tarjeta.

El prestamista arqueó las cejas, sorprendido. Sacó el datáfono e insertó la tarjeta. Cuando la transacción fue aprobada, soltó una risa baja.

— Impresionante. Una chica tan bonita… y tan generosa — dijo, inclinándose para devolverle la tarjeta. — Tu hermano tiene suerte de tenerte.

Olívia no respondió. Tomó la tarjeta, agarró a Victor del brazo y lo sacó de allí, con el corazón desbocado.

Afuera, el viento frío de la noche la envolvió, pero no logró calmar su alma.

Creía haber hecho lo correcto. Salvar a su hermano, proteger a la familia, evitar una tragedia.

Lo que no sabía era que, al usar aquella tarjeta, había abierto la puerta a consecuencias que cambiarían su destino para siempre.

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