Mundo ficciónIniciar sesiónEncendió la luz de la sala. El costoso saco fue arrojado sin cuidado sobre el respaldo del sofá. Con la corbata suelta, desabotonó la camisa blanca y la deslizó por los hombros hasta dejarla caer en el camino. El reloj suizo brilló un instante antes de ser abandonado junto a un sillón; el pantalón perfectamente planchado fue abierto y dejado a un lado junto con los zapatos. La ropa iba quedando atrás como una piel que se descarta.
Los músculos del CEO aún cargaban la tensión del día: reuniones interminables, llamadas agresivas, contratos millonarios pendientes de su firma y la presión familiar. El alcohol solo había embotado la superficie de la ira y del cansancio, no todo el cuerpo. Respiró hondo, el pecho elevándose lentamente. Cuando por fin quedó desnudo, el contraste entre su porte refinado y el cuerpo marcado por tatuajes marítimos se volvió evidente. En el pecho, un mapa entrelazado con una brújula; en el brazo izquierdo, un ancla hundiéndose en un mar embravecido, envuelta por una cinta donde se leía “Madre” en la parte superior y una fecha grabada debajo; en el otro brazo, un barco de estilo antiguo, como salido de historias de piratas. Símbolos de rumbo, pérdida y pertenencia que pocos sabían descifrar. Avanzó por la alfombra suave, con pasos pesados pero guiados por una atracción invisible. Empujó la puerta del dormitorio y encendió la luz. Lo que vio lo hizo detenerse. Tendida sobre la cama, estaba ella. Olívia. El cuerpo delicado, cubierto apenas por una lencería roja de encaje, parecía hecho para la perdición. La braguita mínima se dibujaba sobre la piel clara, resaltando las curvas firmes de las caderas. El hilo dental ascendía hasta perderse en los glúteos erguidos, donde el tatuaje comenzaba en la parte frontal de la cintura y seguía sinuoso hasta terminar en las nalgas: un mapa estilizado con una rosa de los vientos, como si señalara el camino hacia un tesoro oculto. Su piel tenía un brillo propio bajo la luz. El hombre apoyó la mano en la pared. Los ojos le ardían de deseo e incredulidad. El cuerpo le pedía dar un paso adelante, pero la mente dudó. Lo había visto todo, pero aquella imagen lo desarmaba de un modo extraño, como si fuera un cuadro pintado solo para él. — Carajo… — murmuró, con la voz arrastrada por el alcohol, los ojos muy abiertos. — Qué mujer… La frase salió más baja de lo que imaginó, un susurro ronco que se perdió en la habitación. Apagó la luz otra vez. El cuarto quedó iluminado apenas por los relámpagos que rasgaban el cielo afuera. Se acercó a la cama despacio, cada paso marcado por la sensación extraña que el cuerpo de aquella acompañante le despertaba, incapaz de retroceder. Había algo más que instinto: una atracción magnética, irracional, irresistible. Se arrodilló a su lado. El perfume dulce de Olívia se mezclaba con el aroma del vino que aún escapaba de sus labios entreabiertos. Pasó la mano por la curva de su muslo, subiendo despacio hasta el fino encaje. El cuerpo de ella se movió, pero no despertó. Él se inclinó y depositó un beso en su piel, suave al principio, casi provocador. Olívia se movió, somnolienta, murmurando algo sin abrir los ojos. Él continuó, repartiendo besos calientes por la pierna, subiendo por la cintura, explorando cada curva con la boca. Cuando alcanzó la parte más íntima, presionó los labios con mayor intensidad, y un gemido suave escapó de ella, instintivo. — Hmmm… — arqueó el cuerpo, con los ojos aún cerrados. — Amor… La voz arrastrada por la embriaguez llevaba ternura y entrega. Él alzó el rostro y la observó. El corazón le latió con fuerza, pero la lujuria venció la vacilación. Siguió explorándola hasta que los gemidos de ella se hicieron más evidentes. Luego subió por su cuerpo, besando el vientre, deteniéndose en los pechos, hasta encontrar los labios carnosos. El beso fue voraz. Ella respondió, gimiendo en voz baja, los dedos delicados deslizándose por la espalda ancha hasta clavarse en su piel. — Eres deliciosa… — murmuró con voz ronca contra sus labios. — Nunca probé nada igual. Olívia lo atrajo más cerca, perdida entre el placer y la confusión. — Amor… — gimió, jadeando. — Ve despacio… es mi primera vez. Las palabras lo detuvieron un segundo. Apoyó la frente en la de ella, respirando hondo, como si luchara contra algo invisible. — ¿Primera vez? — repitió, sorprendido. Luego sonrió de lado, casi incrédulo. — Seré cuidadoso, ángel. Te mostraré placer sin dolor. Descendió hasta su oído. Los labios calientes rozaron su piel antes de soltar un susurro cargado de promesas oscuras. — Te quiero entera… sentir cada parte de ti apretándome… gimiendo… suplicando que no pare. Olívia se estremeció, erizada, y los ojos azules se abrieron por primera vez en aquella penumbra. Confusa, se aferró a la creencia de que era Peter quien la tocaba. — Despacio… me duele… amor… — pidió, jadeando. Él se detenía a cada movimiento para que su cuerpo se acostumbrara. Pasaba los labios por su oído, animándola con frases roncas, cargadas de deseo. — Relájate, preciosa… siente solo el placer… voy a ser cuidadoso. La besaba con intensidad, robándole el aliento. Los gemidos de ella se mezclaban con sus palabras. Cada avance era un choque de sensaciones, hasta que el cuerpo de Olívia se entregó por completo. Ella le arañaba la espalda, le tiraba del cabello, susurraba frases inconexas entre el placer y la ilusión. Él la guiaba en cada posición, alternando firmeza y delicadeza. La suite se llenó de gemidos, respiraciones entrecortadas y susurros prohibidos. — Estás muy apretada… — susurró, con la voz cargada de placer. — Qué locura me provoca esto… Los movimientos ganaron ritmo. Un vaivén intenso, profundo. Olívia gemía alto, perdía la mirada, acariciaba su rostro, llamándolo amor. Hasta que el clímax llegó como una ola devastadora, arrastrándolos a ambos al éxtasis. Silencio. El hombre atrajo a Olívia contra su pecho, acariciándole el cabello. Sintiendo el corazón de ella acelerado, su respiración fue desacelerándose poco a poco, hasta que se durmió en sus brazos. Pero la noche aún no había terminado. Antes de que amaneciera, el deseo volvió a imponerse. Hubo otra ronda, aún más intensa. Aquel hombre descubría en Olívia un vicio, una llama que no conseguía apagar. La mañana llegó con una luz suave atravesando las cortinas del hotel. El hombre despertó primero. Se pasó la mano por el cabello, incrédulo ante la intensidad de la noche. Se giró y la observó. Olívia dormía profundamente, desnuda bajo la sábana blanca. Los labios entreabiertos, el rostro sereno como una obra de arte. Durante largos minutos permaneció allí, inmóvil, intrigado por aquella acompañante y por todo lo que había despertado en él. No quería admitirlo, pero había algo distinto. No parecía una más de las tantas que habían pasado por su suite. Se levantó. Fue al baño, tomó una ducha rápida y se vistió. Tenía un viaje de negocios programado. Mientras se ajustaba la corbata frente al espejo, vio su propio reflejo y por un instante pensó en lo que estaba haciendo. Sacudió la cabeza para apartar la idea. De regreso al dormitorio, sus ojos se posaron en un detalle que lo hizo detenerse: sobre la sábana, una mancha discreta de sangre. Un escalofrío le recorrió la espalda. Inspiró hondo, se acercó a la cama, se inclinó y depositó un beso suave en la espalda de ella. Luego sacó la cartera del bolsillo y dejó una tarjeta negra sobre la mesilla de noche, un gesto silencioso y enigmático. Salió sin mirar atrás. El pasillo del hotel parecía más largo de lo habitual; a cada paso, el sonido de sus zapatos sobre la alfombra resonaba como una pregunta sin respuesta. En el ascensor, evitó su propio reflejo en el espejo. Horas después, Olívia despertó. La cama estaba fría. Se desperezó, aún confundida. El aroma de él todavía flotaba en el aire, mezclado con el perfume caro de las sábanas. — ¿Peter? — llamó, con voz frágil. Ninguna respuesta. Sonriendo para sí misma, concluyó: — Ya debe haberse ido a trabajar… Se envolvió en la sábana y se levantó. Fue entonces cuando notó la tarjeta sobre la mesa. La tomó con cuidado, el corazón acelerado. — Amor… dejaste un regalo — murmuró, pasando los dedos por la tarjeta. — Es un regalo diferente… ¿tendrá que ver con nuestro matrimonio? Los ojos se le llenaron de lágrimas. Para Olívia, aquello no era solo una tarjeta: era la confirmación de que la noche había sido la más romántica de su vida y de que Peter quería avanzar en la relación. Una ola de esperanza recorrió su cuerpo. Para ella, aquel gesto no era solo cariño, sino una señal clara de que el momento había sido importante y de que todo caminaba hacia un final con boda. Se dejó caer sobre la cama, convencida de que tenía al novio más maravilloso del mundo. Incluso al irse sin despertarla, él se había asegurado de dejar una prueba de afecto, una señal de que aquel momento había sido significativo y de que un futuro juntos, con un anillo en el dedo, parecía cada vez más cercano.






