América se había levantado muy temprano para ir a clases. Aquel día, Larissa celebraba su cumpleaños número veinte y, aunque aún no tenía el regalo, sabía que tenía que encontrar algo especial. Su amiga estaba exultante. Reía, hacía planes, decía —entre bromas y verdades— que mañana tomaría hasta desmayarse y tendría todo el sexo que pudiera. “Será mi primera vez... con veinte”, solía decir entre risas, como si eso marcara un hito. Ya había hecho todo antes, pero ahora se sentía distinta. América se reía también, con ternura, con admiración, con una admiración sutil que no se atrevía a pronunciar.
—Ya quisiera yo ser como Larissa… —pensó—. O como cualquiera de mis amigas.
Ellas eran libres. Ella, en cambio, vivía atrapada en las cadenas invisibles de los estereotipos que Oliver había depositado sobre su cuerpo. Le habían enseñado a esperar, a obedecer, a llegar virgen a los veintidós años como si eso fuera una virtud sagrada.
Larissa disfrutaba la vida como le venía en gana. Era dueña