Vladimir llegó a la cabaña agitado, con los nervios a flor de piel. Abrió la puerta con desesperación y, al entrar, la vio: América yacía inconsciente sobre la enorme cama. Desde que había planeado el secuestro, había mandado amueblar ese lugar con lujo y detalle. También había contratado servidumbre. Quería que todo estuviera listo para cuando ella llegara.
La joven aún estaba bajo los efectos del químico que le habían hecho inhalar para desmayarla y facilitar su captura. Según le contaron, la interceptaron en el parqueo subterráneo de un centro comercial y, en cuestión de segundos, la metieron en la camioneta sin dejar rastro.
Ordenó que le prepararan comida; sabía que al despertar estaría hambrienta.
Se sentó junto a la cama, expectante. Al poco rato, notó cómo América comenzaba a moverse. Sus párpados temblaron antes de abrirse del todo, y al encontrar el rostro de Vladimir tan cerca, sus ojos se llenaron de terror. Comenzó a llorar.
—No llores, mi niña —dijo él con una voz suave,