Después de que uno de los hombres —a quien América llamaba mentalmente el gorila— le entregó a regañadientes un paquete de toallas femeninas, ella se encerró en la habitación asignada y no volvió a salir. Llevaba horas ahí, atrapada entre las cuatro paredes, sintiendo que el tiempo se convertía en un enemigo más. Sabía que tenía que encontrar una forma de escapar antes de que amaneciera. Vladimir probablemente volvería al día siguiente… y si eso ocurría, estaba segura de lo que él querría hacerle.
Revisó desesperadamente los cajones hasta que un frasco llamó su atención.
—¡Oh, Dios! —susurró, sorprendida, mientras una sonrisa amarga se le dibujaba en los labios.
Frente a ella había varios frascos de medicamentos. Uno contenía píldoras afrodisíacas, otro pastillas para dormir, y el tercero analgésicos. Durante un instante, creyó haber encontrado una posible salida. Pero enseguida la realidad le cayó encima como una losa. ¿Cómo podría hacer que Vladimir los tomara sin notarlo? Ya había