—Ha dicho exactamente lo mismo que decía Vladimir… —pensó América, con un nudo en el estómago—. “Tu virginidad me pertenece”, “no vas a darle a otro lo que es mío”… Las palabras retumbaban en su mente como un eco contaminado, como una profecía repetida por dos monstruos distintos con una sola obsesión: poseerla.
Nathan la empujó con brusquedad sobre la cama y comenzó a quitarse la ropa. América sintió cómo el miedo se deslizaba por su columna.
¡Dios! ¿Qué va a hacer? ¿Piensa forzarla?
Se levantó de inmediato e intentó correr, pero él la sujetó del brazo con fuerza y la arrastró hacia sí. La besó sin pedir permiso. Su boca invadió la suya, con esa forma de besar que siempre confundía sus sentidos.
El corazón de América latía desbocado. Estaba molesta, aterrada, pero también atrapada por esa mezcla enloquecedora de deseo y adrenalina. Nathan sabía besar… y sabía manipular. La tenía estudiada.
Por un instante, cayó en su juego. Lo besó también, casi por reflejo, casi por ese viejo deseo