América bajó a desayunar con los ojos hinchados, rojos, testigos de una noche sin descanso. Aún sentía el ardor del llanto constante en los párpados, pero se esforzó por mantener la compostura. Consuelo la observó con expresión preocupada, claramente con deseos de preguntar, aunque el silencio se le impusiera por respeto o prudencia.
—Quiero un café bien cargado, por favor —pidió América, sentándose en el desayunador con el cuerpo entumecido y el alma arrugada—. ¿Sabías que Nathan y Patricia se acostaban?
Consuelo la miró boquiabierta, no tanto por el hecho en sí, sino porque América lo supiera. Aquella expresión le dio la respuesta que no esperaba: todos lo sabían… menos ella.
—Sí… me di cuenta hace unos varios meses atrás —admitió, mientras servía el café para ambas y se sentaba frente a ella—. Mira, sé que te duele, pero míralo por otro lado… tú eres su esposa, la de casa, la que se respeta. Patricia solo es la de la calle. Nunca tendrá el lugar que tú ocupas.
América la observó, a