El portón del orfanato crujió bajo mis manos al empujarlo. Todo lo que una vez fue hogar se alzaba ahora en llamas voraces que lamían las paredes, consumiendo memorias, risas y sueños.
El calor me golpeó de lleno, abrasador, y caí de rodillas sobre la tierra ardiente. Un grito desgarrador escapó de mi garganta, no solo un lamento, sino un clamor desde lo más profundo de mi alma. Las lágrimas me nublaban la visión, y el dolor se enroscaba en mi pecho como una serpiente que me asfixiaba.
Kael se transformó en Ignarion con un rugido que estremeció el cielo. El majestuoso león de fuego abrió sus fauces y absorbió las llamas con un poder divino. Sus alas extendidas barrieron el humo con una fuerza sagrada, despejando el aire en torno a mí. Cuando volvió a su forma de perro, se acercó despacio, hundiendo su mirada en la mía, como recordándome que no estaba sola.
—Los niños… las monjas… —susurré entre sollozos.
Me puse de pie, tambaleante, y avancé entre ruinas que ardían y crujían baj