Esa noche me acosté con una inquietud clavada en el pecho. Kael dormitaba a mi lado, pero sus orejas permanecían tensas, como si él también oliera algo que yo no alcanzaba a comprender. No pasó mucho antes de que me venciera el sueño, pero sus sombras no trajeron descanso: me encontré de pie otra vez en Valemyst, y todo ardía.
La ciudad que recordaba apareció desbocada, calles llenas de gente corriendo, gritos recortados en el aire y columnas de humo que mordían el cielo. Un ejército emergió por la avenida principal como una marea negra; al frente, el drael del orfanato caminaba tranquilo entre su gente, su sonrisa tan cortante como una guadaña. Me señaló con un dedo huesudo y su voz, como una navaja, se propagó por mi sueño:
—La guerra ha comenzado.
Me desperté con el corazón martillándome en la garganta. Kael ya estaba en pie y me empujó con el hocico; en su mirada vi la misma urgencia que me ardía en el pecho.
—Preparémonos, Rubi. —su voz surgió en mi mente con claridad—. Hay q